Los Clientes Del Caballo

No sé cómo ni de qué manera llegó un día hasta el recóndito escondrijo de mi cerebro, donde almaceno las empolvadas ideas de menor uso, un curioso acaecido —o no acaecido, que para el caso es lo mismo— que en rúas de una ocasión se ha escapado de mi desván y ha venido a deleitar mis horas con su candorosa ingenuidad. La historia, que con más o menos fidelidad ha conservado mi memoria, podría narrarse de la siguiente manera:
Allá por el año de Nuestro Señor de 1432 surgió una encendida disputa entre los miembros de una ilustre comunidad acerca del número de dientes que tiene el caballo. Durante trece días continuó sin descanso la encarnizada discusión. Se sacaron escritos antiguos y crónicas, y salió a relucir una erudición tan maravillosa y abrumadora como jamás se había conocido en aquel recinto.
Al comienzo del decimocuarto día, uno de los miembros más jóvenes —casi un muchacho— que no pasaba de aprendiz de sabio, pidió permiso a sus instruidos superiores para añadir una idea a la discusión. Y entonces, sin titu-beos, y ante el indignado asombro de los presentes, los exhortó a que mirasen en la boca abierta de un caballo, y aclarasen así, de una vez, todas sus dudas. Entonces, al ver su dignidad seriamente herida, se enojaron profundamente y, unidos en un mismo clamor se abalanzaron sobre él, lo golpearon y lo arroja-ron fuera de la estancia.
Seguramente Satán —dijeron— ha tentado a este neófito atrevido para que proclame extraños e impíos procedimientos de hallar la verdad, en contra de las enseñanzas de nuestros padres.
Después de muchos días de acaloradas discusiones, la paloma de la paz descendió sobre la asamblea. Entonces, todos a una, declararon que el número de dientes que tiene un caballo continuaría siendo por siempre un misterio, debido a la falta de pruebas históricas y filosóficas. Y así se ordenó que quedase escrito.
Al recoger esta última gota amarga de la narración uno no sabe si llorar o reír. Todo ello es tan divertidamente absurdo que realmente no se puede llorar ni reír con la historia en sí, sino con el tropel de símiles de nuestra vida de hoy que, por forzada relación de ideas, se nos agolpan en las mientes.
Si tratásemos de ilustrar el significado de la investigación científica experi-mental, y de justificar su valor por medio de sesudos argumentos, no conseguiríamos mejores resultados que los que consiguió el jovenzuelo de la historia con su ingenua solución.
En la era actual, en que el hombre es capaz, no solamente de abrirle la boca a un caballo, sino de abrírsela al mismísimo espacio sideral, aún quedan por desgracia reductos de esta tozudez medieval, que se resisten a incorporarse a la época en que vivimos. Aunque parezca increíble, los caminos más directos son los menos transitados. Las soluciones primarias —que son las fáciles— no llegan a nuestra mente, en primer lugar, como debieran, sino en segundo. Por extrañas razones, al hombre le atraen los vistosos y elaborados ropajes de las soluciones complica-das y, por el contrario, se siente desolado ante la desnudez de las soluciones simples.
El ceramista hará muy bien en dedicar siquiera unos instantes a meditar estas profundas verdades que nos han llegado disfrazadas de cmntacillo ingenuo.
Ni que decir tiene que nuestro caballo es la cerámica. La cerámica también tiene sus dientes ocultos, que no se pueden revelar más que con las poderosas herramientas científicas que funcionan en los modernos laboratorios. En otros casos también es posible revelar la verdad de los hechos mediante artificios científicos más sencillos. Pero sean cuales fueren las técnicas experimentales utilizadas, siempre es necesaria una decidida voluntad de descubrir la verdad natural por el camino más directo.
Resulta curioso ver cómo muchos ceramistas discuten acaloradamente y emiten apasionadas opiniones acerca de cosas que jamás han visto con la profundidad y detalle necesarios. Hoy se puede ver el interior de la boca de los refractarios, de las porcelanas y de todos los restantes productos cerámicos, mediante el uso de la microscopía electrónica, de la difracción de rayos X, de la microsonda electrónica, etc., etc. Hoy se pueden estudiar con extraordinario detalle las propiedades de la materia, que son consecuencia inmediata de los factores constitucionales. Y a pesar de todo ello, se prefiere en muchos casos dejar la boca del caballo cerrada para siempre, y ordenar que así quede escrito. O bien se opta por seguir conjeturando y discutiendo en un tedioso torneo de palabras estériles.
La narración que hoy se glosa nos incita a revisar meticulosamente el pro-ceder que habitualmente empleamos para descubrir la verdad de los hechos naturales. El argumento de este peculiar episodio puede despertar risa en algunos, pero yo esperaría a que soltase la primera carcajada aquel que le haya abierto ya la boca al caballo.
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